"No es tiempo de perder el tiempo"

15.09.2025

Durante décadas nos vendieron un libreto: estudia, consigue un trabajo estable, compra una casa, forma una familia, sube peldaños, ahorra para vacaciones, sueña con lujos y fotos al sol. Ese guion funcionó mientras el reloj del mundo parecía infinito. Pero el reloj no es infinito. Y ya marcó la hora.


No es tiempo de aspirar a lo que caduca. No porque el deseo sea “malo”, sino porque el escenario cambió de acto. Las inteligencias creadoras que pusieron a la humanidad en la cancha también fijaron un plazo. Y ese plazo se cumple. Del mismo modo, al “príncipe de este mundo” se le concedió su margen: está al borde. Cuando caiga, lo hará arrastrando todo lo que esté anclado a su lógica: codicia, rencor, vanidad, engaño, autosuficiencia hueca. No es amenaza; es diagnóstico.


Por eso ya no tiene sentido luchar por sobrevivir dentro del viejo juego. Un empleo “seguro”, una hipoteca “para siempre”, un futuro “garantizado” por pólizas y balances… son palabras que envejecieron de golpe. El tablero que sostenía esos conceptos se agrieta. Lo externo —los bunkers, las despensas infinitas, los planes de huida— no será suficiente. No porque abastecerse sea en sí absurdo, sino porque lo que viene no se resuelve desde fuera. Ningún refugio físico puede cubrir un corazón dividido.


La única preparación eficaz es interior. Prepararse significa verse. Verse sin maquillaje ni excusas: localizar la raíz del resentimiento, del orgullo que nos hace lastimar, de la envidia que distorsiona la mirada, del miedo que nos vuelve duros. Prepararse es pedir luz para reconocer nuestras sombras y valor para quemar lo que no pertenece a la verdad. Prepararse es reconciliarse, reparar, cortar pactos con el autoengaño, preferir la obediencia a la Voluntad del Padre antes que la comodidad de nuestros caprichos.


Este es el trabajo. No brillante, no vistoso, no “instagrameable”. Es trabajo de artesano del espíritu: paciencia, atención, humildad. A veces se siente como romper piedras por dentro. Otras, como respirar limpio por primera vez. Y sí, se hace con ayuda: la Gracia existe, y cuando uno se rinde de verdad a ella, desborda. Donde había dureza, aparece mansedumbre operativa; donde había ruido, silencio fértil; donde había miedo, una especie de valentía tranquila.


“¿Y la supervivencia?” La respuesta es al revés: no sobreviviremos para entonces transformarnos; transformándonos, viviremos lo que haya que vivir. Quien esté ajustando su conciencia al Bien —aunque avance lento, aunque tropiece— estará bajo protección. No la protección naïf de “a mí no me tocará nada”, sino la cobertura real de un propósito: aunque arrecie la tormenta, no se pierde el Norte. El corazón limpio no es un adorno moral; es un escudo y un faro. De eso trata “calificar” para la nueva existencia: de ser aptos para un mundo donde el amor no sea discurso, sino ley de funcionamiento.


“Pero yo he soñado con una casa, con una familia en paz…” Nadie te niega ese anhelo. Lo que cambia es el orden. Primero la verdad adentro; después, lo que deba sostenerse afuera se sostendrá. Sin esa inversión, la casa es cartón pintado y la paz, un silencio incómodo antes del derrumbe.


No es tiempo de perder el tiempo porque todo lo accesorio ya perdió su máscara. Lo esencial, en cambio, se volvió urgente. No mires al yate; mira a tu conciencia. No persigas “la vida” como espectáculo; entrégate a la Vida como tarea. Si de verdad quieres estar a salvo, hazte verdadero. Si quieres pertenecer al mundo que nace, que tu sí sea sí, que tu no sea no, y que tu corazón sea limpio.


El tiempo se ha cumplido. Lo que resta es para transformarnos con Dios, a fondo. Los que lo hagan, calificarán. Los demás… seguirán persiguiendo espejos en un teatro que ya apagó las luces.




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